Julio
Fernández Peláez
Dramaturgo
y poeta español
En
2014 recibió el Premio Teatro x la Justicia (Tadrón Teatro, Buenos
Aires)
«¿Quién
habla hoy en día del exterminio de los armenios?», decía Hitler
para arengar a sus seguidores en la ciega brutalidad, convencido de
que para hacer brillar con fuerza su idea de nacionalismo había que
aniquilar cualquier expresión de diferencia étnica, religiosa,
política y cultural, pero también completamente seguro de la
impunidad con la que estaba a punto de cometer una de las mayores
masacres de todos los tiempos.
La
exaltación de la estrategia de Gengis
Kahn por levantar un imperio uniforme, es alabada por Hitler y tomada
como ejemplo de dominio y reafirmación identitaria capaz de pervivir
en el tiempo sin grandes sobresaltos en la conciencia popular.
Después de Hitler, muchos otros nacionalismos han pretendido seguir
las mismas reglas de juego: convertirse en vencedores para demostrar
que el olvido se construye a la vez que se fabrican las victorias.
Aunque por fortuna, no siempre con éxito, basta echar un vistazo a
lo ocurrido en la antigua Yugoslavia para comprender que las heridas
producidas siguen reabriendo la memoria para así poder curarse.
Alemania
perdió la guerra, y el nazismo fue condenado por la Historia, no
solo a través del juicio de Núremberg sino especialmente mediante
la visión y exposición de las atrocidades cometidas. No en vano, la
palabra genocidio adquiere una certera resonancia con la asimilación
y el acuerdo unánime y universal de las dimensiones de los actos
cometidos contra el pueblo judío. ¿Pero qué hubiera sucedido de
ganar Alemania la guerra, o incluso de mantenerse “íntegra”, aún
perdiendo? Es posible que se hablara de genocidio, pero también es
posible que este, por extraño que nos parezca, no fuera reconocido
de manera general. También podría suceder que en esta hipotética
Alemania, después de regresar a la democracia, se negaran los campos
de concentración o incluso que se “justificaran” de alguna
forma, diciendo algo así como que también los judíos, los gitanos
y los comunistas habían matado civiles arios.
¿Una
exageración? ¿Pero a qué nos suena esto? ¿No son comparables
tales argumentos a los empleados por Turquía, a través de sus
portavoces políticos, para negar el genocidio Armenio? ¿Por qué,
además, en el caso armenio no hay unanimidad internacional? ¿Por
qué países donde se sufrieron las consecuencias de algún tipo de
persecución genocida en su historia reciente, como es el ejemplo de
España, tienen tantos problemas en reconocer la magnitud de este
asunto?
Hoy
por hoy, nadie en su sano juicio ejerce el negacionismo sobre el
mayor de los genocidios perpetrados en Europa en el siglo XX –el
perpetrado por los nazis-, tampoco desde un posicionamiento
gubernamental, incluso en aquellos países donde hay abundantes dudas
de que se respeten allí los derechos humanos. Sin embargo, no todos
los genocidios cometidos en el siglo pasado han corrido igual suerte
en lo que se refiere a su condena universal. El olvido sigue operando
para muchos de ellos, y especialmente para con el genocidio armenio.
Como
sugeríamos al principio, tratar de borrar al contrario equivale
también a un intento de modificar la verdad en beneficio de la
Historia, esa que se escribe desde quien ejerce el poder. Pero cuando
este borrado ya no es posible, a causa sin duda de las evidencias
demostradas, cabe la posibilidad de la invención. Oficialmente
–desde las administraciones turcas- se ha dicho que los armenios
mataron a más de medio millón de turcos en su intento de rebelión,
mientras que solo habrían muerto unos diez mil armenios en esta
lucha. Lo cual, por absurdo que parezca, no hace sino reafirmar la
versión de que basta con imprimir obediencia ciega en los ciudadanos
para que prendan en ellos falsas creencias, incluido el propio
nacionalismo excluyente como expresión única de identidad
colectiva.
La
negación y la alteración de la verdad tienen también intereses
bien asentados más allá de las fronteras donde los hechos ocurren.
En España, por ejemplo, donde la Transición
logró suavizar al máximo el franquismo y sus crímenes, no
sorprende la tibieza en la condena de asuntos trasnacionales, gracias
a la asunción generalizada de unas prácticas de diplomacia
política, más interesadas en defender intereses económicos de
empresas multinacionales y relaciones comerciales de alto nivel que
en condenar la ausencia de derechos humanos.
No
molestar al aliado –Turquía es miembro de la OTAN- podría ser una
de las razones por las que, en algunos casos, no hay auténtico
interés político en sacar del olvido al genocidio armenio. Pero
también podría subyacer una cuestión de analogía con respecto a
la Historia que cada nación construye en su beneficio, pues sólo
los países de muy pequeña extensión carecen de tensiones políticas
internas de algún tipo. En el caso de España, la mera sospecha de
un origen separatista en el supuesto conflicto que dio paso al
genocidio opera en sentido negativo: no olvidemos que las diferencias
culturales y territoriales siguen siendo a día de hoy un elemento
desestabilizador del territorio español, en especial en lo que se
refiere a la cuestión
catalana,
o la cuestión
vasca.
Tanto es así que aunque Cataluña y País Vasco han reconocido
oficialmente el genocidio armenio, el Estado español aún no admite
en este caso la aplicación del término, por lo que podríamos decir
que, de facto, España es uno de los países que aún no reconocen el
genocidio armenio.
Vivimos
en un mundo sometido a grandes cambios de carácter tecnológico que
modifica cada cierto tiempo las costumbres más arraigadas, pero a su
vez anclado en creencias ancestrales, capaces de inmovilizar a los
seres humanos dentro de reductos imaginarios y fronteras reales, y
también bajo estigmas irracionales, no pocas veces dominados por
conceptos tan simples como religión, idioma, nación… Es cierto
que vivimos bajo el mismo cielo y que cualquier diferencia entre
culturas debería solventarse con la palabra, pero solo en ocasiones
contadas ha sucedido así y sigue sucediendo.
Somos
una especie animal que ha adoptado diferentes modos de pensamiento
dependiendo de variadas circunstancias vitales, territoriales y
comunitarias. Nadie nace siendo de una religión, pero es fácil que
se integre en aquella en la que es educado. Nadie nace hablando un
idioma, pero seguramente hablará el idioma familiar. Ni uno solo de
los valores culturales pueden ser transmitidos por vía genética. Al
fin y al cabo, lo que somos depende en gran medida del lugar y el
tiempo en el que nacemos, es decir, de un accidente espacio-temporal.
Accidentes que configuran, querámoslo admitir o no, unos rasgos
comunes entre quienes se nombran parte de un mismo pueblo.
A
pesar de que quizá lo deseable sería ser un solo pueblo, y vivir
dentro de un mismo mundo en igualdad de condiciones, es inevitable
que las gentes acaben constituyendo pueblos, y que estos pueblos se
asienten en un lugar o lo busquen si no lo tienen, pues así ocurrió
durante milenios. Una vez admitida esta realidad consustancial a
nuestra naturaleza y circunstancial a la propia Historia de la
Humanidad, el paso siguiente es aprender a no borrar, a no tratar de
borrar todo aquello que no configura nuestro propio lugar
cultural,
o que configura otro lugar enfrentado y distinto al nuestro. Armenia,
en este sentido, representa un paradigma de lugar dentro y al lado de
otros lugares culturalmente distantes
(no olvidemos que la propagación del cristianismo estuvo vinculada
desde un primer momento a la propia identidad armenia).
La
convivencia consiste tan sólo en eso, probablemente: aceptar que los
lugares físicos y los lugares de la conciencia colectiva no tienen
por qué coincidir. Que los unos y los otros pueden existir de forma
incluyente, y que seguramente sea esta la única forma de construir
un Estado de pueblos, un País de países y una Cultura de culturas,
sin orientes
ni occidentes
separados entre sí.
El
reconocimiento del genocidio armenio nos lleva al origen de un
problema de máxima actualidad, en un mundo dominado por fuerzas que
para reafirmar su identidad exterminan aquellas otras que residiendo
en el mismo territorio, ocupan, sin embargo, imaginarios diferentes.
El proceso de borrado (violento o silencioso) de estos imaginarios,
de estos lugares,
tiene profundas resonancias en el llevado a cabo con el pueblo
armenio a principios del XX. Y también, cómo no, en el intento de
olvido posterior, ese olvido premeditado que no pretende otra cosa
que escriturar a la fuerza los acontecimientos, para que finalmente,
también dentro de la Historia haya un solo y único lugar
uniforme.
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