12/12/14

El genocidio armenio, desde perspectivas nacionalistas y patrióticas.

Juan Merelo-Barbera
Presidente de la Comisión Justicia Penal Internacional del Colegio de Abogados de Barcelona, Profesor Filosofía del Derecho, Universidad de Barcelona. 
La primera vez que supe de Armenia fue de niño, al ojear en alguna que otra ocasión la enciclopedia Espasa, edición de 1954. Bajo la cabecera “Matanzas de Armenia”, la Espasa decía que “se aplica este nombre a las tropelías y fechorías cometidas por los turcos contra los armenios desde 1885”. Aquellas primeras “tropelías”, añadía expresamente el texto, habían merecido escasos reproches de la sociedad internacional. Por entonces, la enciclopedia familiar no incluía todavía la voz “genocidio”, aunque desde 1948 existiera la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en el ordenamiento jurídico internacional, con el establecimiento de una jurisdicción penal de carácter universal, que otorga a cualquier estado la legitimación para la persecución y enjuiciamiento de este tipo delictivo.
Tampoco existían más referencias sobre posteriores “tropelías” contra Armenia, ni siquiera las cometidas a partir de 1915. El 24 de abril de aquel año un nacionalismo patriótico había iniciado una ofensiva que terminaría con la ejecución de armenios de entre 20 y 45 años y la deportación de mujeres, niños y ancianos en caravanas sistemáticamente atacadas, con el resultado de 1.800.000 muertos.

Consta el llamamiento del ministro del Interior Talaat inaugurando la masacre : “El gobierno, por orden de la Asamblea, ha decidido exterminar totalmente a los armenios que viven en Turquía. Quienes se opongan a esta orden no pueden ejercer función alguna de gobierno. Sin miramientos hacia mujeres, niños e inválidos, por trágicos que sean los medios de traslado, se debe poner fin a sus existencias”. Determinante decisión de un estado gobernado con popularidad por una mayoria étnica y religiosa .
Eran tiempos en que la formación política Jóvenes Turcos manejaban el poder en una Turquía efervescente de su propio nacionalismo, considerado por muchos estudiosos como cosmopolita, y que dirigía los pasos hacia su trasformación en un estado moderno, que se pretendía sucesor del imperio otomano, por entonces objetivo expansionista de las potencias europeas.
Con el tiempo, aprendí a conocer el significado político de determinados silencios – y también a desconfiar hasta de las Wickipedias- , asi como a escuchar preocupado que los nacionalismos en la historia han resultado muchas veces motores devastadores para la humanidad. Pero, aun hoy, la comunidad internacional, particularmente entre los estatistas, sigue reacia al reconocimiento del genocidio armenio, ni siquiera para declarar moralmente su existencia, como se viene pidiendo abril tras abril por los hijos de la diáspora armenia. Y resulta significativo. Porque, como consecuencia de este negacionismo, tampoco existe un reconocimiento universal del padecimiento de los grupos nacionales cuando son sacudidos por una conmoción de su pasado. Se dirá que es un victimismo inútil, propio de los que rebuscan en su historia la vindicación de sus ancestros. Sin embargo, por poco que se analice, aparecen otros motivos para el no reconocimiento de esta culpabilidad histórica. Estos motivos son aquellos nacionalismos que vertebran a los estados-patria.
Al igual que ocurriera con la Sociedad de Naciones en el período de entre guerras, lo que continúa prevaleciendo es este sentimiento de patria, de un orgullo nacional que convierte en peligrosamente banal, desde la perspectiva jurídica del reconocimiento de valores universales y de los derechos humanos, la actitud patriotera negacionista. El principal obstáculo para el reconocimiento del genocidio armenio sigue estando en la existencia de este patriotismo, particularmente el de un estado con peso geoestratégico importante. Tanto Armenia como Turquía son estados-parte de la Convención contra el Genocidio y, teóricamente, podrían llevar el caso ante la Corte de Justicia Internacional. De hecho Turquía convino, en el tratado de Sévres, la entrega de los responsables, pero este tratado nunca fue ratificado y el posterior tratado de Lausanne (1923) otorgó una amnistía por los crímenes cometidos entre 1914 y 1922. Por su lado, Armenia no cuenta con apoyos suficientes para recuperar los bienes confiscados, principalmente sus iglesias y monasterios (sin embargo, esta restitución si fue hecha en la década de los 90 por Rusia, cuando la desintegración de la URSS).
A la patria les cuesta admitir el nivel de indignidad humana que a veces ha impregnado su pasado y estigmatizar a sus héroes. El recuerdo de los lamentos de la historia, de los crímenes sin nombre, en palabras de Winston Churchill, conmueve en el campo moral a la humanidad de forma general y universal. Es una sensación ante el sufrimiento colectivo que compartimos más allá del tiempo y de los lugares. Todos quisiéramos que nunca hubiera ocurrido, todos queremos que nunca más ocurra. Pero, al tiempo que sentimos esto, las imágenes de nuevas matanzas van inundando nuestra vida cotidiana. Las masacres se realizan siempre ante la impasibilidad de los pueblos. Nos hemos acostumbrado a una actualidad llena de sistemáticos intentos de exterminar al enemigo cultural, religioso o étnico, y de combatientes que corren a un lado u otro del planeta, sean terroristas en busca de estados consagrados a una religión, sean sus perseguidores en defensa de patrias y economías nacionales.
La prevención del delito se ha de acometer desde el derecho. En el caso de Armenia, y en el campo de la justicia penal internacional, singularmente porque fue el jurista Rafael Lemkin, en El poder del Eje en la Europa ocupada, publicado en Estados Unidos en 1944, quien dio nombre al genocidio como delito internacional. Buscaba tipificarlo con un símil sobre los elementos de una conducta política y social con objetivos significativamente inhumanos y que creyó haber encontrado su antecedente en las “fechorías” cometidas contra los armenios. Traspuso el núcleo de estos elementos del tipo delictivo para justificar la aplicación jurídica internacional a la Shoa. En definitiva, la solución final alemana para los judíos había compartido el mismo elemento intencional que el propósito de los Jóvenes Turcos. Era la voluntad directiva de eliminar al otro, exterminarlo. De esto había sido capaz la humanidad en 1915, y contra esta indignidad la mirada del mundo de entreguerras había permanecido ciega.
Nacionalismo y patrioterismo, dos palabras que a menudo se confunden, aunque no sean sinónimos, principalmente porque se corresponden con estadios o grados distintos en la evolución de las organización políticas y sociales. Las naciones puede ser fácilmente victimizadas, las patrias, en cambio, tienen la fuerza del estado y, como consecuencia, una legalidad, también internacional, para el monopolio legítimo en el uso de las armas. La nación se configura a partir de la identidad de los pueblos, la patria protege el nacionalismo propio, a veces ocultándolo (si se siente vulnerable por la existencia de otros nacionalismos internos) dentro de estructuras estatales como un caracol dentro de las espirales de su concha. Hasta que explota. Ambos pueden ser excluyentes, pero quien dota de fuerza al nacionalismo y lo institucionaliza, para bien o para mal, es la patria.
A finales de los 40, la mirada del mundo reflejaba el horror sufrido por los judíos, y volvía a reclamar del orden jurídico internacional la prevención y el combate contra la aniquilación programada de los grupos nacionales, de las etnias, de las religiones o de las razas. Hoy la patria Israel continua negándose a reconocer el genocidio armenio, tal vez porque no quiera competencia en la titularidad del sufrimiento en el pasado que justifica la existencia de su estado.
Pero en el campo jurídico los armenios nunca tendrán sentencia nacional o internacional que condene a los culpables, todos fallecidos. (Un apunte sobre la jurisdicción, porque en asuntos de criminalidad internacional a menudo se le imputa falta de imparcialidad. Aunque juzgados la mayoría de las veces por los vencedores, el estigma de una condena penal alcanza tanto a los genocidas como a las circunstancias y situaciones que permitieron la atrocidad. Desde la perspectiva jurídica universalista, no importa tanto el otorgamiento de la legitimidad a un juez vencedor -de la misma manera que en la justicia ordinaria los antisistemas también serán juzgados por jueces funcionarios-, como el cimentar el sometimiento de los tribunales a los principios universales del derecho penal. Los juicios legales permiten una recreación de los hechos desde una objetividad ritual que permite a las partes ejercer sus derechos; sin embargo, los juicios de la historia consisten en una narrativa en continua trasformación, que se acomoda fácilmente a los intereses generalmente de carácter patriótico de los estados que la narran).

Es la repetición de la atrocidad lo que hay que prevenir por encima de estas contingencias; y para ello es necesario estigmatizar de forma objetiva y más allá del juicio de la historia a las organizaciones estatales que lo planificaron y a los fundamentos, la mayoría de veces democráticos, populistas, nacionalistas y patrióticos que los facilitaron. Esta es la fuerza jurisdiccional e institucionalizada con la que se pretende dotar al derecho internacional, una capacidad y poder para perseguir y juzgar a los culpables aun por encima de la fuerzas estatales que pudieran utilizar los criminales. Pero los armenios jamás obtendrán esta potestad jurisdiccional sobre lo sucedido en 1915.
Parece, pues, que el tema solo tenga una opción: cristalizar en sentimientos victimistas, como ocurre con tantas otras memorias históricas sobre las que el paso del tiempo ha impedido la celebración de un juicio contradictorio contra los culpables. Pero la particularidad del caso es que ha entrado en la juridicidad a través de su dimensión universalista. A falta de sentencia penal, el instrumento legal ahora es este reconocimiento por parte de los estados; un reconocimiento jurídico y de plena legitimidad internacional, porque sirvió de antecedente para la tipificación del delito. Lo que se pretende, el objetivo, es que ningún otro Hitler pueda volver a decir “¿y quien se acuerda de los armenios?”, antes de iniciar una nueva matanza. Honrar la dignidad universal de los pueblos y de los grupos nacionales que han sobrevivido a la voluntad humana de exterminio es algo más que un memorial, entre otras cosas porque sirve para analizar las reacciones ante esta propuesta, para distinguir entre el nacionalismo y el patrioterismo, para observar que la barbarie continuará si no se aplica el derecho universal al reconocimiento de sufrimiento los pueblos.
Se dice que todas las victimas construyen una especie de identidad de grupo en torno a sus reivindicaciones, y que, en el caso de los nacionalistas, esta identidad es una permanente fuente de conflictos para la paz. Así ocurrió en 1915. Desde finales del siglo XIX y hasta principios del XX los armenios entraron en una zona de peligro marcada por la tensión multiétnica bajo la decadencia del imperio otomano y del imperio austro-húngaro, con un único aliado, la estatista Rusia. Eran tiempos de nacionalismos en auge. Cuando los Jóvenes Turcos, de ideas laicas y próximas a la Europa liberal, llegaron al poder, fueron considerados exaltados nacionalistas que, con el miedo a que se impidiera la modernización de Turquía y desapareciera como estado, desarrollaron un victimismo propio ante las potencias extranjeras y frente a las minorías étnicas interiores. El lienzo de los armenios también se extendía coloreado por una identidad única de religión, de cultura y de lengua, en medio de etnias, imperios, estatismos, nacionalismos, religiones y fronteras vacilantes entre Europa, Rusia y Oriente Medio. Ante el desmoronamiento de los imperios, los Jóvenes Turcos buscaban su estado protector como fórmula de defensa y obtención del poder.
Hoy las entidades supra estatales que gobiernan por, y para, intereses, en principio también supranacionales, respetan en su mayoría los nacionalismos bajo el prisma del derecho de los pueblos, aunque en su estructura de poder institucionalizado admitan únicamente a las decisiones de los estados.
Armenia, que es un estado, cuna del primer cristianismo y frontera histórica, religiosa y cultural de Europa, continúa con sus reivindicaciones, pero sobre todo a través de los hijos de la diáspora. Los supervivientes han construido una identidad propia en torno al genocidio y al sentimiento del abandono internacional. Muchos son nacionales de los mismos estados que decidieron una integración común para superar los conflictos entre estados-patrias de la II Guerra. La Unión Europea, de la que por el momento no forma parte ni Turquía ni Armenia, ha instado a ambos estados a dirimir sus diferencias y a que se reconozca el genocidio armenio por los estados miembros (Resolución del Parlamento europeo de 1987). Esta petición oficial tiene carácter de reconocimiento universal, y también alcanza a España. Pero en España existe cerrazón al tema por un debate sobre los nacionalismos internos. Se teme abrir la caja de Pandora en un momento en que la organización territorial del estado español parece sentirse especialmente amenazada.
Resulta significativo que, aunque el Parlament catalán aprobara este reconocimiento expreso en 2010 (a resultas de un Acuerdo impulsado por las diplomacias europeas y firmado en Zurich en 2009 por Armenia y Turquía para iniciar conversaciones sobre el controvertido reconocimiento), el Parlamento español todavía no lo haya hecho. Aparte intereses comerciales y diplomáticos con Turquía que siempre se pueden alegar (también deberían protegerse los existentes con Armenia), y el escaso número de población de origen armenio en España (unos 50.000), que impide constituir un grupo de presión suficiente en el territorio, el contexto legal para tomar una resolución parlamentaria son los tratados y acuerdos internacionales y el compromiso del estado derivado de su pertenencia a la U.E. Por esto, parece que el motivo que subyace en el Parlamento español para denegar este reconocimiento es de índole más interno que externo o internacional. No es la primera vez. En su momento, y por razones también de política interna, España, junto con Rumanía, fue el único estado de la UE que negó también el reconocimiento de la independencia de Kosovo. Por decirlo de algún modo, parece que la defensa del “status quo” sobre la organización territorial de España motiva el negacionismo español del genocidio armenio.
Llegados a este punto, cabe preguntarse por el carácter recalcitrante de esta postura. Aunque fruto de un pacto transicional en los 70, la Constitución española reconoce las diversas nacionalidades que coexisten en su territorio. Hay, por lo tanto, un reconocimiento a la existencia de nacionalismos en la política española. Este ámbito se concreta en la libertad de los partidos políticos nacionalistas, que son considerados como legítimos impulsores de las aspiraciones de los pueblos que se sienten integrados en la patria española. Es posible que el episodio del referéndum, suspendido en Cataluña, haya señalado recientemente los límites oficiales del estado a los impulsos nacionalistas. Pero tampoco es éste el ámbito natural para reclamar el reconocimiento del genocidio armenio. El reconocimiento se pide desde el ámbito supra estatal, internacional, donde las categorías son otras. Son universales.De lo que se trata es de proteger los valores universales de la humanidad y de los pueblos que la conforman, de reconocer el lamento del grupo nacional que perdió a toda una generación a principios del pasado siglo, de señalar que este lamento tiene traducción jurídica y es un hito de la historia para la prevención de episodios parecidos.
Hace tiempo que el régimen español parece haber renunciado a esta vocación universalista o, cuanto menos, actúa con contradicciones que debilitan su credibilidad en la defensa de valores universales. Por una parte, es cierto que facilita la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados en 1492, pero, por otra, niega aplicar oficialmente la voz jurídica más apropiada para el caso armenio, al tiempo que ha iniciado una política de restricciones en materia de justicia penal universal con la reciente reforma del artículo 23 de la Ley Orgánica del Poder Judicial en 2013.
A la vuelta de la esquina de esta posición se encuentra el patrioterismo más fútil. El estado español, que parece sentirse amenazado por los nacionalismos internos, pretende un nacionalismo propio, del que espera el reforzamiento de su vertebración como nación, como patria uniforme, al estilo de las potencias de entre guerras, cuando el derecho internacional perdía su fuerza en el concierto de las naciones. Ciertamente no hay agresividad hacia el exterior (salvo, de vez en vez, cuando la ofensa de la patria proviene de otros reinados como el de Inglaterra y Marruecos, en sus también patrióticas disputas territoriales y continentales). Reyes, emperadores y sultanes también tenían sus disputas a finales del XIX. Pero resulta decepcionante que, para cohesionar esta patria, que se quiere común y por encima de las nacionalidades que la componen, se encuentre frenada la hasta ahora vocación constitucional del estado español en defensa de valores universales, entre ellos el reconocimiento jurídico del sufrimiento de los pueblos vencidos. Al ojear la vieja jurisprudencia española sobre casos de jurisdicción universal, uno se pregunta ¿que está pasando con nuestros principios?
Barcelona, 12 de diciembre de 2014


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